Claudia
había experimentado siempre una emoción especial al sentir el
contacto de sus pies desnudos sobre la yerba fresca de primavera. El
parque no estaba lejos de su casa, el paseo era agradable y lo
aprovechaba para saborear unos momentos de sosiego- ¡bien merecidos
se los tenía!- después de todo el trajín de llevar la casa y de
cuidar de su hijo de 7 años. Aquella hora del mediodía era
especialmente agradable para vivir el placer de la quietud solo
interrumpida, mejor sería decir confirmada, por el trino de los
pájaros que en aquella época del año concertaban sus citas con una
variadísima gama de notas de todos los colores. También se sentía
acompañada por la tranquila presencia de su hijo.
Alfonsín
miraba con sus grandes ojos azules todo el bullicio y el color que se
le ponía por delante pero no tenía, esto saltaba a la vista, las
reacciones normales de cualquier chaval de su edad. Cuando Alfonsín
tuvo la edad de pronunciar las primeras palabras y éstas no llegaban
ni entonces ni más adelante, sus padres decidieron llevarle al
pediatra de más prestigio de la ciudad. Este, con palabras claras y
sin rodeos les anunció que su hijo era lo que la ciencia llamaba un
"autista".
Los
años pasaron y el disgusto grueso del principio fue quedando en una
resignación después para al fin, aceptar esta peculiaridad con la
naturalidad de la evidencia.
Su
madre sabía que el parque era para Alfonsín algo muy especial y
aunque éste no lo decía ni con palabras ni con la alegría de un
niño sano, bien lo expresaba con el brillo alegre y comunicativo de
sus ojos y con sus temblores de emoción al contemplar los pájaros y
las flores. Este era pues el motivo principal para acudir a su cita
diaria con aquel trocito de naturaleza hecho casi a su medida.
Nadie
pudo explicar entonces ni, por supuesto, nadie sabe todavía hoy la
razón, pero lo cierto es que aquella mañana que, una vez más,
estaban madre e hijo absortos en sus ensueños, Alfonsín, como si se
tratase de un gesto más de cada día y con una naturalidad
sorprendente, preguntaba:
-Mamá
¿Qué son aquellos animales y qué es lo que están arrastrando?.
Su
madre, entre sorprendida, emocionada y como medio soñando, tuvo la
serenidad suficiente para controlar sus propias reacciones y con el
más exquisito de los cuidados....
-Aquellos
animales, mi amor, son cuatro caballos tordos que van tirando de una
carroza.
-Y
¿qué llevan en el carroza, madre?
-Alfonsín
de mi vida, llevan....una cajita blanca.
-Y
¿qué hay dentro de la cajita, madre?
Quizás
la respuesta de la madre no fue la más acertada en aquel momento,
quizás tendría que haber encontrado algo mejor, pero ¿quién es
capaz de juzgar a una madre en aquellas circunstancias?
-En
aquella cajita blanca, Alfonsín querido, está metido un niño
muerto y lo llevan a enterrar.
- Y
¿porqué se mueren los niños madre?
Entonces,
en aquel preciso momento, se extendió una espesa nube de silencio
denso y pesado como el que se produce después de una gran explosión.
A esto le sonó a Claudia la pregunta de su hijo.
Ella
quería hablar pero el silencio se hacía cada vez más intenso y
pegajoso. Lo envolvía todo, lo penetraba todo con ambición
creciente. Primero las flores, las plantas, los árboles, los pájaros
y seguía y seguía y así invadía las calles y las casas y la
ciudad y los campos. Todo en Claudia era silencio. Nada más que un
trágico silencio.
Alfonsín
se metió de nuevo en el mundo hecho a su medida. Le quedaba toda una
vida por delante para averiguar si aquella reacción de su madre era
debida a la emoción de haberle oído hablar, o simplemente que no
había para su pregunta, más respuesta que el silencio.....
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