TOQUE
DE QUEDA
Los rayos
de sol de cada mañana la encontraban siempre medio dormida, como
esperando que su caricia y calor consiguiesen el milagro de cada día
de devolverle aquella alegría y aquel bullicio que formaban parte
de su propia identidad. A medida que el sol se levantaba con un ritmo
que se diría cada vez más rápido, así lo hacía la ciudad de
Cachipango.
Le
había tocado vivir unas páginas de su historia llenas de luchas
fratricidas, de rencores a flor de piel y de puñados de muertes.
Nada ni nadie,
no obstante, habían podido arrebatarle sus ganas viscerales, casi
patológicas, de vivir. Lo hacía con el frenesí de algo que se
puede perder con la inmediatez de unos segundos.
El
General Olano estaba en aquellos momentos en el cenit de su
poder. Su voz era ley y la justicia la dictaba su capricho de cada
momento. Los 15 largos, densos y crueles años de su mandato los
había dedicado, entre otras responsabilidades de gobierno, a
establecer la intrincada red de intereses entre sus cercanos
colaboradores. Eso le permitiría perpetuarse en el tiempo hasta un
futuro de generaciones que se perdían en su imaginación.
Juan
García - "el Libertador" lo llamaban - en sus horas
pequeñitas de solazarse, se dejaba acariciar en sus adentros por la
tequila que sacaba las penas y ayudaba a seguir en la brecha.
Caía sin
darse cuenta en la nostalgia de su pasado
y no podía por menos que sonreír recordando como en sus arengas de
revolución inminente, a chufla se lo tomaba la gente: "padrecito
¿y eso pa qué?". Esta frase en su simpleza y en su cortedad
resumía fielmente el sentir de un pueblo de un analfabetismo crónico
y con un miedo en la sangre que venía transmitiendo de generación
en generación desde un tiempo casi prehistórico.
Ahora,
después de tantos años de monsergas y ronqueces y de haber ido
dejando cachos de vida por los caminos, disponía, por fin, de un
ejército de padrecitos rebeldes, de campesinos tristes y de chavales
que creían en su revolución. Estaban todos allí, como un sólo
hombre, sin uniformes para espantar al enemigo, ni bombas para
eliminarle de un porrazo, pero eso sí, con el ánimo fuerte y con la
voluntad insobornable de seguir a su héroe hasta las mismas puertas
de la muerte si era preciso. Era la suya la revolución de los que no
gritan pero lloran por dentro.
Cachipango
vivía su esquizofrenia particular. De día se resistía a perder el
ritmo de quehaceres múltiples y de trajines de vivir aparentando
normalidad. Al caer la tarde - a las siete para ser más precisos -
el toque de queda recluía a sus gentes con la puntualidad de un
reloj suizo, en sus chabolas de pueblo sometido. Con el calor y la
compañía de los amigos fieles pero con el miedo prendido en sus
mismas entrañas.
Jorge
Paredes (¡bendita juventud!) huyó de su casa para seguir al “libertador”. Con la
generosidad de los diecisiete años había decidido entregar su
cuerpo y la vida entera si fuese preciso a la revolución. Su cuerpo
y su vida entera sí pero su alma no, su alma no la podía ya
entregar a nadie porque ya no era suya. Miguelita con su mirada
tierna y su corazón loco de enamorada de quince años, hacía ya
tiempo que se la tenía robada.
El la
quería, la quería con la locura y el desenfreno de entregarlo todo.
"Yo te querré siempre" le dijo apasionadamente momentos antes
de tirarse al monte. Cuando vio la cara triste de su enamorada, tuvo
que explicarle que siempre, era, era...una eternidad de eternidades.
Miguelita sabía que quería decir lo mismo pero se quedó más
satisfecha. Ahora ya parecía más dispuesta a pasar por la prueba de
vivir sin él un día, una semana, un.... no quería ni podía pensar
en un plazo más largo.
Miguelita
como éste y aquel y el otro y la vecina de enfrente, en las horas de
sol seguía su vida de rutinas diarias. La suya era la pintura. Don
José, su profesor, que ya se cansó de lanzar mensajes al aire con
sus lienzos de colores, regentaba la academia de pintura más
prestigiosa de la ciudad.
Ella
sentía el arte y quería ahora más que nunca que el retrato de su
Jorge, en el que estaba trabajando, fuese compañía y testigo de su
amor rotundo.
- Acaba ya
Miguelita, déjalo ya que el toque de queda no espera y están ya por
dar las siete.
- Solo
este pequeño retoque, Don José, y esto estará terminado.
Y este
diálogo casi de sordos se repetía una y otra vez en forma tan
monocorde que ya se había convertido en la rutina de cada día. Si
un día no pasa nada y el otro tampoco, ¿Porqué tiene que venir el
peligro al siguiente?. Así razonaba Miguelita dando sentido al
dibujo; sacando sombras de penas y poniendo alegría en los ojos de
su amor eterno.
- ¡
Miguelita, o te vas ahora mismo a te echo yo de la clase!. ¿No te
das cuenta del peligro que corres andando por estas calles después
del toque de queda?.
-Pero ¿qué quiere que
pase Don José?.
- -Otro trabajo tienen estos desalmados que perseguir a una aprendiz de artista. Por Dios no se lo diga a nadie, Don José, pero el corazón me dice que Jorge bajará hoy del monte o a lo más tardar mañana a la ciudad y a mi me daría una pena enorme que no pudiese ver su retrato acabado. Me quedan cuatro simples retoques que los despacho en un santiamén.
- A las
siete y diez de la tarde las calles de Cachipango estaban
dramáticamente vacías y con un silencio que explicaba a gritos el
terror de la injusticia y el capricho del poderoso. Miguelita con su
retrato ya acabado le dió menos importancia que su profesor a aquel
retraso en la hora del toque de queda.
Su corazón
le lanzó el mensaje de la llegada de Jorge pero en ningún momento
le puso al corriente de las ansias del Dictador de dar un escarmiento
ejemplarizante a aquellas gentes que cumplían por miedo pero se resistían
con todas sus fuerzas de pueblo oprimido a aceptarle como si se
tratase de un poder divino.
De la
academia de arte a su casa había que atravesar la calle principal y
que precisamente por serlo estaba más vacía que nunca. Su presencia
alegre y confiada quedaba peligrosamente destacada. Era en suma un
blanco ideal para no fallar y así hacer comprender a aquellas gentes
que allí no había más que una voluntad y esta era la del General
Olano.
Acababa
Miguelita de cruzar la calle y estaba a escasos metros del pisito en
que vivía con sus padres, cuando el silencio denso y amenazante
quedó grotescamente roto por un sólo disparo. Fue más que
suficiente para hacer añicos aquellos quince años rebosantes de
amor y de ilusiones.
A partir
de aquí, los acontecimientos se fueron sucediendo con la trágica
rutina de estos casos...Pasó la noche y amaneció de nuevo....
Era
simplemente un día más en Cachipango y el de la limpieza con la
misma rutina de siempre recogía las suciedades que genera una ciudad
en su vida normal. Hoy, entre escombros, plásticos rotos y trapos
mal olientes, se apercibió de un rollo de papel que no parecía, por
la pulcritud con que estaba envuelto, ser un candidato más al montón
de basuras. Con indiferencia primero pero con una cierta curiosidad
después, el barrendero fue abriendo el paquete hasta que descubrió
que se trataba de un dibujo. En sus cortas entendederas artísticas
le pareció bonito y decidió regalárselo a su compañera.
-Mira
Lucinia que cosa más bonita te he traído hoy. ¿Lo ves como el
oficio de basurero
también tiene sus cosas buenas?. No estoy seguro de si se trata de
una obra de arte que quizás, quizás hasta valga mucho dinero. Pero
que conste que yo no te la regalo para venderle ¡eh?. Me gustaría
verlo colgado en la pared del comedor que tiene más luz
-A ver si
es verdad Eufrasio que alguna vez sacamos algún provecho de tu
trabajo.
Y Lucinia,
deshace el paquete con impaciencia y con la esperanza de quedar por
una vez gratamente sorprendida.
No tardó
mucho en reflejarse en su cara el desengaño que le produjo la
supuesta obra de arte. El retrato no se podía colgar ni en la pared
del comedor ni en ninguna parte: De los ojos del dibujo de Jorge se
desprendían dos gruesas lágrimas que en su recorrido dejaban una
grotesca mancha. Con ellas se mezclaban el carboncillo y las
acuarelas que la
artista había utilizado para inmortalizar a su enamorado, dejando un
rastro de dolor que ellos no podían entender.